Acabo de presenciar la muerte de un hombre a puñaladas en un
portal de la calle Desengaño @alfonsodespierta.
El tuit, enviado por un reportero del matinal Despierta
España, el de más audiencia de la televisión, incluía una fotografía del
cadáver, un hombre de mediana edad con pantalón azul de pinzas , zapatos
baratos negros, chaqueta granate y camisa con el logotipo del Metro de Madrid.
La víctima, un conductor del último turno, presentaba tres puñaladas en el hemitórax
izquierdo y un profundo corte en el cuello. “Lesiones incompatibles con la
vida”, como explicaría dos horas después el portavoz de Emergencias delante de
una decena de cámaras de televisión.
Lo que no sospechaba el periodista que lanzó el tuit es que
esos 108 caracteres cambiarían su vida para siempre.
Alfonso apenas pudo conciliar el sueño esa noche. Sabía que por la
mañana acudiría al programa en el que trabajaba y se había ganado el honor de
ser entrevistado por la presentadora en el plató, delante de toda España, algo
que sólo ocurría cuando los reporteros conseguían historias en exclusiva.
Mientras se duchaba, pensó que la americana azul era la mejor
elección. Le aportaba una imagen de cierta madurez, pero si la combinaba con
unos vaqueros desgastados y unas zapatillas informales, pasaría por un
periodista con cierto glamour, actual y dinámico, aunque lo suyo fueran los
sucesos.
Antes de entrar en la redacción, cerró los ojos, respiró hondo y
empujó la puerta lentamente para paladear el sonido de los aplausos de sus
compañeros cuando le vieran entrar, como un político que es recibido por su
gabinete tras ganar las elecciones. Lo había logrado. Tenía un lugar
por derecho propio en la redacción más competitiva de la televisión, con sólo
28 años. Hoy todo el país vería su cara, le reconocerían por la calle y su
madre estaría orgullosa.
-¿Qué viste, Alfonso? -comenzó la presentadora de Despierta
España, después de varios minutos anunciando la entrevista a través de
impactantes rótulos con los mensajes: “testimonio
en exclusiva”, “nuestro reportero, testigo de un crimen”.
-Fue increíble. Oí gritos de auxilio. Pero en apenas unos segundos
dejaron de sonar. Observé cómo dos personas salían huyendo. Entonces me acerqué
y le vi tirado en el suelo. Ya estaba muerto –el tono sonó ligeramente teatral,
como si de verdad le importase la vida de aquel desconocido-. Llamé a
Emergencias inmediatamente y mientras llegaba la ambulancia aproveché para
hacerle estas fotos –las imágenes aparecieron en pantalla, tal y como había
previsto el guionista del programa. Tuvieron el detalle de blurear sus
ojos con un ligero sombreado, pero todo lo demás, el rojo sangre sobre la
camisa, el corte en el cuello, la mueca de dolor y angustia que se atisbaba en
el rostro, todo se vio con rotunda nitidez en la televisión-. Lo siguiente fue tuitear la noticia –alzó la voz
Alfonso, mirando a cámara, como si lo tuviera escrito delante-.
-Ya ven el espíritu que tienen nuestros reporteros –la
presentadora se dirigió ahora al público presente en el plató, jubilados de la
Alcarria que habían madrugado para estar como clavos a las nueve de la mañana
debajo de los focos-, siempre detrás de la noticia y con vocación de informar
por cualquier medio y en cualquier lugar. Son los mejores. Por eso trabajan en Despierta
España.
El regidor de plató dio los primeros aplausos y todo el público le
siguió, tal y como habían ensayado. El enorme ego de Alfonso, atributo
fundamental de cualquier reportero de televisión, se hinchó como un balón,
tanto que hasta la cámara captó un ligero aumento en su pecho.
-Así que viste a dos hombres huir…
-Sí. Los vi de espaldas y a lo lejos. No pude ver sus rostros.
-¿Cómo iban vestidos?
-Bueno…creo que iban de negro, nada de particular.
-¿Y qué hacías allí? Porque a eso le llamo yo olfato periodístico…
-se lo puso fácil la presentadora, una chica de unos 35 años de aspecto dulce que
había llegado a lo más alto sin mancharse las manos y sin pasar frío en la
calle. Pero allí estaba. Los jubilados y amas de casa la adoraban y por eso
nadie le había arrebatado el puesto en siete años-.
-En realidad estaba buscando información para un reportaje sobre
la prostitución en la zona centro –la frase la había ensayado en la ducha-. Las
mafias, los chulos, ya sabes…la explotación sexual de las chicas. Justo cuando
iba a entrar en uno de los locales de alterne que todavía quedan en la zona,
fue cuando oí los gritos.
-¿Así que estabas trabajando?
-Siempre estoy trabajando.
Los de la Alcarria volvieron a tocar música celestial para los
oídos del reportero.
Alfonso salió del edificio
con ganas de celebrarlo, pero no tenía con quién. Hacía ya tiempo que se había
quedado sin amigos. Demasiado egocéntrico, era capaz
de vender a cualquiera por llegar
arriba, y eso asustaba a los que tenía a su alrededor. Aunque él lo veía de
otra forma: simplemente, le tenían envidia.
Su boca, de labios carnosos, rivalizaba con una hipnotizadora mirada de
ámbar capaz de traspasar cualquier objetivo. La directora de Despierta
España le eligió sin dudar durante el casting de reporteros. “Si lo hace
mal, ya aprenderá, pero si dejamos escapar esa cara, mañana la tendremos en la
competencia”. En su rostro mandaban los rasgos exóticos, la única herencia que
le había dejado su padre, un dominicano que abandonó a su madre cuando Alfonso
era sólo un bebé. A fuerza de competir y pisar al prójimo en las redacciones de
los programas de televisión, se había forjado un carácter fuerte y solitario.
No le importaba el cuchicheo de los demás, ni tampoco que al aparecer en medio
de una conversación se hiciera el silencio, como el que produce el toque de la
batuta del director sobre el atril.
Después de semejante triunfo profesional decidió ir a beber solo y
así comprobar si alguien le reconocía en el bar, El Tranquilo, un garito de copas de su barrio donde pinchaban pop español de los ochenta.
Pidió un tercio de cerveza y se sentó a escuchar No mires a los ojos de la
gente, de Golpes Bajos, en una esquina sin dar la espalda a nadie.
-¿Eres el de la tele, no?, le preguntó un guapa morena con coleta
en la que no había reparado al entrar.
-Trabajo en la tele, sí.
-Ya, y por las noches te dedicas a sacar fotografías a cadáveres y
enviarlos por twitter. ¿Tú no eres muy listo, verdad?
El tono de la chica le puso en guardia. No parecía precisamente
una espectadora del programa. El ritmo de sus pulsaciones se aceleró y le
comenzaron a sudar las manos. Estaba acostumbrado a manejar la situación con
las mujeres. Sólo tenía que sonreír para conseguir de ellas casi cualquier
cosa, pero jamás ninguna le había hablado con tanta autoridad y arrogancia.
Entornó sus preciosos ojos almendrados y la miró con atención, de
abajo a arriba. Deportivas en los pies, vaqueros ajustados, forro polar negro,
sin pendientes ni collares, nada de maquillaje, bolso cruzado pequeño y pegado
al cuerpo. Era policía, sin duda.
-Sólo un guaperas sin cerebro es capaz de salir en la tele
contando que ha visto a dos asesinos –le soltó, observando con sonrisa de
desprecio el nudo perfectamente descuidado de su bufanda y la chaqueta azul con
coderas ceñida al cuerpo- ¿Ves aquel coche plateado que hay en segunda
fila? –señaló en dirección a la puerta-.
-Sí. Veo a alguien sentado al volante.
-Es mi compañero Ramiro, del grupo V de Homicidios –sacó una
cartera con un carné de la Policía Nacional y una placa- Anda, acábate la
cerveza y entra en el coche. Alfonso dio un último trago mientras pensaba si
las mujeres policías son duras de nacimiento o es su mecanismo de defensa para
ganarse el respeto en un mundo de hombres.
Para su sorpresa, no le llevaron a comisaría, sino al lugar de los
hechos.
Ramiro no era un tipo corpulento, pero sí de esos que dan
problemas en una pelea. Fibroso, puro nervio. Condujo hasta Desengaño como un
loco, volviéndose hacia atrás en cada semáforo para arremeter contra Alfonso.
-Mira gilipollas, tú ya tienes lo que querías. Has salido en la
tele. Probablemente nos hayas reventado una investigación de meses, pero claro,
tú no lo sabías, de modo que no te voy a dar dos hostias. Ahora bien, desde
este momento vas a hacer sólo lo que se te diga. Me vas a pedir permiso hasta
para mear ¿lo entiendes? vas a llamarme cuando salgas a tomar una copa, al
supermercado, al gimnasio, con tu novio o con tus papás. Y lo vas a hacer si no
quieres acabar en un descampado con un tiro en la cabeza o degollado como el
idiota al que fotografiaste ayer.
Al reportero le fue difícil encontrar de primeras una palabra que
definiera a Ramiro. Le vino a la cabeza hosco. Sin embargo, ese carácter
áspero de poli malo contrastaba con un rostro aniñado y tierno. Nada que ver
con el de Eva, su despectiva compañera del grupo V. Dura de rasgos,
acostumbrada a la mala vida y a sonreír lo justo, resultaba llamativamente
seductora si la imaginabas sola en casa, relajada, viendo la televisión o
leyendo un libro en la cama. Esa era una de las fantasías de Alfonso, figurarse
a las mujeres interesantes en la intimidad, como si las observara a través de
un agujero en la pared. Vista así, Eva aparecía irresistible en su imaginación.
-¿Dónde estabas cuando oíste los gritos?
-Justo aquí. A unos 20 metros del portal.
-¿Podrías identificar a los asesinos?
-No. Les vi de espaldas. Además iban vestidos totalmente de negro,
como si llevaran un mono o algo así. Seguro que eran profesionales.
-Si no te importa, deja los análisis para nosotros –espetó Ramiro,
tajante-
-¿Altura? ¿Peso? ¡Dinos algo de una vez ¡ –soltó Eva, mirándole
con odio- Y yo que pensaba que no se te pasaba un detalle…, pero ya veo que
eres como todos los que salen en la tele, un imbécil.
-Oye,
siento haber estropeado una investigación. La he cagado, ya lo sé. Pero no voy
a recordar más cosas porque me tratéis como a uno de vuestros detenidos –el
tono de Alfonso era conciliador- Eran de estatura media. No dijeron nada.
Estaban de espaldas, eran tíos normales y corrientes.
Ramiro
tardó 10 minutos en cruzar Madrid con ayuda de la sirena y dejar a Alfonso en
su piso de Tetuán.
Nada
más llegar puso la televisión. El informativo abría con la exclusiva del
conductor del Metro. El pecho del reportero, en un acto reflejo, volvió a
hincharse.
Según
leyó el presentador, entusiasmado por los sucesos, el conductor se llamaba
David, tenía 42 años y los últimos 12 los había pasado en la línea Canillejas-
Aluche. En la pieza del informativo, los vecinos de su barrio, Hortaleza,
contaban que todos le conocían como el Soso,
al parecer, porque lo era, y además porque se parecía a Gallego, el famoso
central del Real Madrid apodado así en los ochenta por jugar lento y poco
vistoso.
“David
apenas daba los buenos días y sólo entraba en el bar para comprar tabaco”,
decía un camarero delante de tres micrófonos de distintas cadenas. “Siempre
estaba solo. No hablaba mucho con nadie”, decían otros, “En la calle Desengaño
no hay más que prostitución y delincuencia. Si le mataron allí, algo andaría
haciendo”, se aventuraban a asegurar ante la cámara los que no le conocían.
“¿Yo? sólo de buenos días y buenas tardes, pero parecía un buen chico. Nunca
traía mujeres a casa ¡eh!, ni tampoco se oían ruidos ni discusiones, pero es
cierto que últimamente le veía yo un poco raro. Dicen por ahí que le había
tocado la lotería y estaba todo el día de picos pardos. A lo mejor es que
alguien lo sabía y le quiso robar, pero yo no lo creo. Si era millonario ¿por
qué seguía trabajando en el Metro todas las noches? ¡Uy! ¡pero no me saquéis en
la televisión, que no quiero salir con esta pinta! –la vecina
del
cuarto, en bata y a través de la puerta entreabierta, era un auténtico filón
para
los periodistas. La reportera más lista, del magazine “Circus”,
enseguida calmó a la señora con una frase hecha: “no se preocupe, mujer, que
está muy guapa. Además, sólo ha dicho usted cosas buenas de su vecino.”
Poco
más pudieron escarbar los reporteros. La única compañía de Alfonso era un perro
pastor iraní, que atendía por Jomeini, sucio y maleducado. El gris conductor de
metro no parecía tener enemigos. Cada noche se oía correr el pestillo de su
puerta siempre a la misma hora, las dos y media de la madrugada, tras acabar el
turno ¿Quién querría asesinar a un tipo así?
En
Hortaleza pensaban que se había ido de putas por el centro y no había querido
pagar, así que el chulo de una de las chicas de la calle Montera se lo había
cargado. Pero no. Ninguna de ellas le había visto nunca.
-“Quizá
David Filgueira no llevase al fin ya al cabo una vida tan aburrida”, soltó Eva,
mientras acariciaba los desconchados de óxido de una vieja ancla que parecía
haber estado sumergida durante largos años. El objeto presidía el salón del
conductor del metro, donde ya no quedaba un hueco libre. Había ánforas,
monedas, cartas de navegación, mapas antiguos, viejos tratados de Geografía
Física, astrolabios, brújulas, sextantes, un timón, libros y más libros sobre
arqueología submarina, galeones y batallas navales. Hasta el baño estaba
decorado con ejemplares apilados de la revista Arqueología. Los dos
policías habían ido a registrar la vivienda del Soso a ver qué podían averiguar de sus últimas horas. Con quién
había hablado, qué tenía entre manos, por qué había terminado degollado en un
portal del centro. Y lo cierto es que el sueldo de conductor de Metro daba para
bastante. David vivía en un dúplex espacioso. En la planta inferior se
encontraba el salón, cocina, baño y una pequeña habitación. Arriba, el
dormitorio con baño propio, despacho y una amplia terraza, aunque en conjunto, más
que una casa parecía una tienda de antigüedades.
-¿Cuántos
años puede tener esto?, preguntó Ramiro, con una porcelana entre las manos, lañada
por los cuatro costados.
-No
lo sé, pero como todo lo que hay aquí sea auténtico, el del Metro tenía un
museo en casa. Hay muchos que matarían por alguna de estas piezas.
Creo
que sé quién puede darnos información.
Felisín conocía los detalles de todo lo que
ocurría en la trastienda de Gran Vía. Y era de fiar. A sus los 54 años,
continuaba trabajando en su esquina pese al acoso de la Policía y de las
cámaras de vigilancia que el Ayuntamiento había colocado en la zona. Aunque ya
estaba a punto de jubilarse. Todos sus ahorros los había invertido en una
parcela en Quintanar de la Orden, el pueblo de Toledo donde había nacido y de
donde emigró a los 20 años con idea de triunfar en el mundo del cine o la
televisión. “A un maricón con talento como yo se lo rifan en Madrid” – decía-.
Claro que se lo rifaban, sobre todo padres de familia que no se atrevían a
salir del armario, chuloputas del barrio de Salamanca que se desfogaban
después de los toros, socios de toda la vida del Madrid que se corrían una
juerga el domingo por la tarde. Maricas disfrazados, con la mano muy larga. Ni
hablar de cine.
Pero
en Quintanar se había hecho una casita con piscina y huerta y al final volvía
casi rico a su pueblo. Felisín sólo se fiaba de Eva. Ella le dejaba en
paz. Hacía la vista gorda y le permitía ganar un sobresueldo con el menudeo de
cocaína a gente de confianza. Y a cambio él le pasaba información. Cosas del
destino, a la hora que mataron al Soso,
el soplón no estaba muy lejos.
-Mira
bonita -le dijo en la barra de un bar mostrándole el artículo de un periódico
gratuito- ¿ves esto? –el titular, a cuatro columnas, decía: “Degollado por no
pagar a una prostituta”. El periodista, famoso entre los policías por rellenar
espacio con cuatro datos, había hablado con las chicas de la zona a última hora
y con los camareros de algunos bares, quienes le habían proporcionado un
titular fácil y jugoso. “Después de un duro día de trabajo en el Metro,
David decidió pasar un buen rato con una de las esculturales prostitutas
rumanas o subsaharinas que podemos ver contonearse a cualquier hora del día y
de la noche en la calle Montera. No pudo contener su deseo y decidió desfogarse
en un portal de la calle Desengaño”, decía el artículo, “pero las chicas
de Montera no perdonan…”
-Esto
es una patraña. Ese periodista no tiene ni puta idea de lo que ha
pasado y está complicando la vida a las chicas. ¡Tienes que pararlo! -le rogó,
agitando el periódico como si aquella información pudiese desencadenar una
catástrofe- Y luego está el de la tele –continuó- ¿A quién se le ocurre sacar
una foto del muerto y publicarla sin ir a la Policía?
-A
ese ya le tenemos controlado. Está acojonado. Menos mal que no puede reconocer
a nadie.
-Eso
también es mentira. Les vio igual que yo.
-¿Cómo?
-Yo
estaría como a unos 40 metros. Le pegaron una buena paliza antes de cargárselo.
Gritaba que le dejaran en paz. Y que nunca les iba a decir dónde estaba el
barco.
-¿Cómo?
¿qué barco?
-No
sé, querida. Un barco. Y el chaval de la tele también lo vio. Estaba mucho más
cerca que yo. No te puedo decir más. Eso sí, eran grandes, metro noventa y los
dos eran más bien rubios. Si tuviese que apostar diría que eran hermanos y de
un país del este.
-¿Cómo
iban vestidos?
-Bermudas
vaqueras hasta casi los tobillos uno, el otro llevaba una camiseta blanca sin
mangas. Zapatillas deportivas, creo. De esos que mejor no acercarte.
-Me
tengo que largar.
-¡Espera
mujer! Ahora que iba a preguntarte por Ramiro…¿sigue tan cachas como siempre?
-Si
no nos vemos, suerte con tu casa en el pueblo.
Eva despareció de la escena a toda
velocidad. Cuando Felisín se asomó a la puerta del bar, la vio alejarse
a unos 30 metros hablando por teléfono.
El
sudor regresó a las manos de Alfonso por segunda vez frente a Eva. En esta
ocasión, en comisaría.
-
¿Qué querías que dijera? Estoy muerto de miedo. No puedo salir de mi casa.
Presencié un asesinato y fui a la tele a contarlo ¿No pensarías que iba a describir
a los asesinos?
-Deberías
habernos dicho la verdad. Ahora sí que estás jodido porque ni siquiera nosotros
confiamos en ti –Eva clavó su mirada en los preciosos ojos rasgados del
reportero-
-Sí,
oí algo de un barco ¿Y qué? No es importante. Se lo cargaron y punto. Estaría
bien que me trataseis con algo más de respeto porque no tenéis nada y el único que
vio algo soy yo.
-Mira
imbécil. Nosotros decidimos lo que es y no es importante en una investigación. El
muerto tenía su casa repleta de antigüedades y objetos recogidos probablemente
de barcos sumergidos. No nos vuelvas a mentir o te encierro por sospechoso. No
se te olvide.
Por las tardes no había nadie en El
Tranquilo. Cuando el dueño vio entrar a Alfonso le comentó que le tenía
preparada una sorpresa.
-¿Te gusta Aviador Dro? –preguntó el
dueño-
-La verdad es que no les he oído
nunca.
-Pues eran unos visionarios que
compusieron una obra maestra: “La televisión es nutritiva”. Te la
dedico. Todavía estás a tiempo de cambiar de profesión.
Tenía
que contarle a alguien lo que estaba pasando. Y Lola era la única que le
escucharía. Sabía que siempre podía contar con ella. De hecho, haría cualquier
cosa que él le pidiera. Estaba enfermizamente enamorada de Alfonso desde los
tiempos de la facultad. Lo suyo era una auténtica obsesión. Le pasaba los
apuntes, hacía por él los trabajos, le llevaba y traía en coche, sólo por
tenerle cerca, por oírle hablar, por una sonrisa. Aunque él jamás le pidió
nada, sabía que no hacía falta. Lola siempre estaba ahí, incluso para escuchar
sus aventuras amorosas. De hecho, Alfonso llegó a pensar que disfrutaba con el
sufrimiento.
Quedaron
en el Café Barbieri, en Lavapiés. Alfonso eligió un pantalón desgastado,
pañuelo en el cuello, zapatos castellanos de piel marrón relucientes y chaqueta
azul de lana gorda.
-Perdona
el retraso. Ha sido culpa de mi jefe, que quiere regalar un ramo de flores a
una de sus amantes y no sabe hacerlo solito. Te sorprendería saber a cómo está
la docena de crisantemos. Nunca me regales flores ¿vale? Con la pasta que se ha
gastado el gilipollas me voy a Londres en un vuelo barato, visito el British y
vuelvo para comprar algo de cenar con lo que me ha sobrado. Pero qué le puedes
pedir a un paleto forrado que tiene que pagar por un poco de compañía. ¿Cómo te
va? –le preguntó, poniendo un bolso de piel de 200 euros en la mesa-.
Era
como si se hubieran visto antes de ayer. No hubo besos ni saludos fingidos, convencionalismos
innecesarios cuando dos amigos de verdad se ven después de una larga temporada.
Si
hacemos caso a una de las incontables teorías que Alfonso tenía sobre el sexo
femenino, Lola desprendía el olor de las mujeres maduras. Según solía decir,
nada irradia un influjo más cautivador que una mujer elegante y segura de sí
misma. Y Lola respondía a ese poderoso arquetipo. Había escogido los
complementos sin prisa. Era la primera vez que Alfonso veía unos tacones en sus
pies. El zapato, con una tira en el talón y abierto por delante confería al
conjunto cierto aire sexi. Y la combinación con medias tupidas, falda granate
por encima de las rodillas y chaqueta entallada le hacía parecer una ejecutiva
lista para atraer la atención de los clientes en una reunión de trabajo.
-Parece
que no te va mal del todo –le dijo Alfonso, sonriendo mientras la miraba de
arriba abajo- te veo cambiada…para mejor ¿qué has hecho con aquellos pantalones
tailandeses de colores?
-Una
mañana me miré en el espejo fijamente. Estuve varios minutos pensando si la que
veía era la persona que quería ser. Tú sabes mejor que nadie que no era feliz.
Por un instante me observé desde fuera y no me gustó lo que vi - hablaba como
una teleoperadora que conoce su argumentario de memoria-. Me di cuenta de que
me merecía otra vida. Así que esa misma tarde me corté el pelo, tiré mi ropa y
todos los recuerdos -Alfonso se dio cuenta de que era la primera vez que
escuchaba a Lola atentamente y sintió asco de sí mismo por ello-. También tiré
todas tus fotos, aunque no he dejado de verte en la tele, claro. Tienes que
controlar el sudor, Alfonso. Hoy se pueden operar esas cosas.
-Lola,
me he metido en un lío.
-¿Y
me llamas a mí? No me lo puedo creer. Tres años después de desaparecer de mi
vida por completo, quedas conmigo para pedirme ayuda.
-No
tengo a nadie.
-Pues
yo sí. Tengo amigos, compañeros de trabajo, un piso, una gata, una vida llena
de cosas que me gustan, y hace tiempo que dejé de sufrir por los tíos. Ahora
soy yo la que manda ¿sabes?
Alfonso
volvió a mirarla con detenimiento y la imaginó en su oficina, rodeada de
hombres trajeados locos por invitarla a una copa.
-¿Has
leído el periódico hoy?
-Aunque
trabajo en una aburrida oficina te recuerdo que sigo siendo periodista.
-¿Has
visto lo del conductor de Metro asesinado?
-He
visto el titular. “Apuñalado por no pagar a una prostituta” o algo así. ¿A
quién se le ocurre irse de putas sin dinero?
Alfonso
le contó todo lo que había ocurrido. El tuit,
el programa, los policías…y que el conductor del Metro había muerto porque sabía
dónde estaba el barco.
-¿Qué
barco?
-Un
barco, quizá sumergido. Imagínate que se trata de un tesoro. El tío tenía su
casa llena de objetos antiguos. Encontré en su bolsillo esto –y le mostró la
tarjeta de una empresa de alquiler de cámaras subacuáticas, donde había
apuntado a bolígrafo Playa de Los Locos.
En ese momento, Alfonso se dio cuenta de que había involucrado a Lola en un reportaje que podía cambiar su vida –esta información sólo la conocemos tú y yo y me da la sensación de que aquí vamos a encontrar respuestas ¿no decías que ante todo eras periodista?-
En ese momento, Alfonso se dio cuenta de que había involucrado a Lola en un reportaje que podía cambiar su vida –esta información sólo la conocemos tú y yo y me da la sensación de que aquí vamos a encontrar respuestas ¿no decías que ante todo eras periodista?-
Regresaron
juntos al piso de Tetuán para comenzar la investigación por su cuenta. Alfonso
vivía en un tercer piso sin ascensor en Topete, la calle más conflictiva del
barrio, un auténtico foco de delincuencia asociado a la droga y las bandas
latinas, sobre todo dominicanas, pero a Alfonso, al ser mestizo, no le
molestaban. Cuando Ramiro, del grupo V, le llevó a casa la primera vez, le
llamó la atención que un reportero de televisión viviera allí –“Yo pensaba que
los que trabajabais en la tele cobrabais una pasta”, le dijo-. Nada más lejos
de la realidad.
No
pudieron subir. En el portal había varios coches de policía. Eva y Ramiro
esperaban a Alfonso en la calle.
-¿Qué
pasa? ¿Qué hacéis aquí? -les preguntó nervioso.
-Te
acaban de robar. Te han destrozado el piso y no han dejado nada. Tranquilízate
–intentó calmarle Eva con voz pausada, mientras miraba a Lola con
detenimiento-.
-Es
una amiga. Lola: te presento a Eva, del grupo V de Homicidios. Y este es
Ramiro. Ya te he hablado de ellos.
Eva
pensó que quizá se trataba de una abogada, de modo que midió sus palabras.
-Recibimos
un aviso. Encarna, tu vecina de abajo, comenzó a oír ruidos extraños y golpes
en tu casa y llamó al 091. Parece ser que te tiene controlado. Sabe cuándo
entras y sales. Es lo bueno de vivir en este barrio. Cuando entramos estaba
todos patas arriba. Han rajado el colchón, se han llevado tu ordenador y todos
los cajones están tirados por el suelo ¿Se te ocurre qué buscaban en tu casa?
-No
tengo nada ahí arriba, sólo libros y papeles.
-
Yo creo que lo han hecho para acojonarte, para que no hables con nosotros, pero
no te preocupes –le tranquilizó Ramiro-, están identificados.
-No
puedes quedarte aquí. Búscate otro sitio donde vivir hasta que les detengamos.
Serán unos días –por el tono de Eva, se trataba de una orden-.
Lola
le ofreció el sofá y Alfonso no tardó ni un segundo en aceptar. No tenía dónde
ir y se encontraba cansado.
Para
agradecerle su hospitalidad, compró un excelente vino del Priorato, varios
quesos, anchoas de Santoña y los tomates más caros del mercado. Mientras
preparaba una ensalada, Lola se preocupó de realizar una selección de jazz. Por
primera vez en todo el día se sintió insegura. Recordaba con nitidez los
detalles de todo tipo de situaciones con Alfonso, pero los dos habían madurado
y ahora se encontraban solos en su casa, delante de una exquisita cena,
escuchando Summertime, de Charlie Parker. El destino se había puesto de
su parte.
-¿Qué
hacías la otra noche en esa zona? – Lola le miró con una irresistible sonrisa
maliciosa para sacarle información. El vino comenzaba a hacer efecto y era el momento
de exhibir sus encantos - Conociéndote, estoy segura de que sabías que algo iba
a ocurrir y te pasaste por allí con intención de grabarlo.
-No
te lo vas a creer, pero a veces me doy largos paseos nocturnos por el centro.
Me tomo algo y miro a la gente pasar. No me importa estar solo, ya lo sabes. Mi
único interés es grabar algo en exclusiva. Si oigo una sirena de la policía voy
hacia allí, me escondo en un portal y no dejo de grabar. En mi ordenador tenía
decenas de secuencias de detenciones, peleas callejeras, robos... El otro día
estaba donde tenía que estar. La suerte no existe, Lola.
-¿Si
no existe la suerte, por qué estás aquí?